miércoles, 1 de diciembre de 2010

Público: Marcelino Camacho, entrañable entrevista a Josefina Samper

"Marcelino se puso un salario de 25.000 pesetas"

Josefina Samper, en el despacho de su marido, Marcelino Camacho, donde guarda en cajas de mudanza su archivo personal.ángel navarreteJosefina Samper, viuda del fundador de CCOO, repasa sus recuerdos junto al líder sindical

DIEGO BARCALA MADRID 29/11/2010 08:40

Los recuerdos escuchados en la propia voz de Josefina Samper son un alegato a la decencia. Es la memoria viva de la lucha como un método de vida. Apenas lleva un mes sin su compañero, Marcelino Camacho. Sentada en la silla desde la que el ya mito de la lucha sindical subrayaba los últimos meses de su vida cada noticia de interés, su mujer, de 84 años, repasa las anécdotas de una vida marcada por la cárcel, la honradez y la pelea por la libertad.
"Cuando le conocí iba vestido con una gorra con una P de presidiario. No pesaba ni 28 kilos. Se acababa de escapar con dos compañeros de un campo de concentración en Argelia y el partido nos pidió que preparáramos un aperitivo de recepción. Así nos vimos por primera vez". Con la Guerra Civil acabada, los españoles emigrantes económicos en Orán, como el padre minero de Josefina, trataron de ayudar a los refugiados. "Franco pagaba 500 pesetas a los árabes por cada español que detuvieran", recuerda Josefina de sus años de jovencita militante, cuando la familia de Santiago Carrillo la introdujo en el PCE. "Yo era una cría y recuerdo que vimos un barco de transportar carbón, repleto de gente. Estaba casi hundido. Alquilamos una barca para llevarles cestas de comida y los que estaban sentados en el filo casi tocaban el agua. Un día desapareció el barco. Creíamos que no les habían dejado bajar. En realidad habían llevado a las mujeres y los niños a un almacén y a los hombres a picar al desierto. Allí ayudamos a los refugiados a escapar".
"A mi hijo, con 14 años, lo sacaron del colegio y lo llevaron a la cárcel con su padre"

50 céntimos para un libro

Sentada junto a sus agujas de punto, vestida con su "traje de gala" como humildemente llama a su bata de flores, Josefina recuerda resignada la austeridad con la que han vivido siempre: "Marcelino cobraba muy poco". A finales de los setenta "se puso un salario de 25.000 pesetas. Un día vino y preguntó titubeando cómo íbamos de dinero. Le dije: No me hables así, ¿qué quieres?' Y entonces me dijo que había visto un libro que se quería comprar. Yo siempre guardaba algo de dinero en cajitas y le dije: Faltan 50 céntimos para el libro, pero lo quito de la compra de mañana. Así que de cenar tendremos menos fruta'".
Su cuarto piso de Carabanchel, sin ascensor, de apenas 60 metros cuadrados y un solo baño, permanece vacío desde hace menos de dos años. Marcelino y Josefina se trasladaron a un piso en Majadahonda gracias a la ayuda de su partido cuando la movilidad del fundador de CCOO era ya muy poca. "No nos cambiamos antes porque no teníamos unos millones para irnos a un bajo que es lo que necesitábamos", se resigna Josefina.
"Le pasaba el Mundo Obrero' que nos enviaban de Francia en un rollo de celo"
Como tantas familias de presos, vivieron toda su vida cerca de la cárcel de Carabanchel para facilitar las continuas visitas. "Iba a llevarle la comida en una olla y cuando llegaba a la calle General Ricardos cogía un taxi. A veces me ayudaba el taxista a llevar la olla hasta la cárcel, pero otras no. Entonces, gritaba desde la acera para que me ayudaran. Marcelino siempre se preocupaba por los presos que no eran de Madrid, porque no tenían familiares cerca.Recuerdo que llevé un arroz y le pregunté en la siguiente visita: ¿Cómo estaba?' Y él me dijo: Puré, pero tienes que hacer otra paella para los camaradas".
La generosidad de Marcelino guarda decenas de ejemplos. Entre ellos el que dio lugar a su último eslogan que Josefina hizo público el día que el pueblo de Madrid pudo despedirle en un acto de la Puerta de Alcalá. "Vino una vecina que estaba pasando un mal momento familiar con su marido por una separación. Aquí, sobre esta mesa, nos contó su problema y Marcelino le dijo: Cuando uno se cae, se levanta y sigue para adelante'. Después, en el homenaje, llorando, me recordó que la frase se la había dicho a ella".
Camacho era así. Prestaba lo que tuviera a su alcance. Aunque sólo fuera un consejo. Esta entrega bondadosa exasperaba a Josefina. "A veces, le decía, pero ¿has visto lo que dice?' y siempre excusaba a cualquiera. Está equivocado, con el tiempo se dará cuenta', me decía", explica. En sus últimos días, cuando apenas podía aportar más allá que su firma, entregaba una tarjeta con su nombre a todo aquel que le pedía un cable. "Ayude a esta persona que tiene un problema muy grave. Marcelino Camacho".

Anécdotas de prisión

Josefina recuerda con excelente humor las anécdotas de la clandestinidad de Marcelino pero su carácter se indigna cuando rememora la estrecha vigilancia a la que eran sometidos por la policía franquista. "A mi hijo lo sacaron del colegio con 14 años y lo llevaron con su padre. Marcelino consiguió al menos que lo pusieran en la misma celda. Años después la pude visitar, era muy pequeña", describe con las manos en un gesto que acota una habitación de apenas seis metros cuadrados.
Josefina, como tantas otras mujeres de presos políticos, desafió la dureza de la policía para conseguir que Marcelino mantuviera el contacto con los otros líderes antifranquistas. "Le metía el Mundo Obrero que nos enviaban desde Francia oculto en papel de celo. Me preguntaba el funcionario que para qué quería Marcelino tanto celo y yo le respondía: Eso le digo yo, parece que le ha dado por los manuales", ríe Josefina hurgando en su inagotable memoria.
"Nos tenían pinchado el teléfono y cuatro policías vigilaban día y noche nuestra casa. Tres miraban y uno se echaba la siesta. Un día esperaron a que saliera de casa y subieron a interrogar a mi suegra. Era ya muy mayor y vivía con nosotros. Entraron siete u ocho policías y le empezaron a acariciar: Mira qué mayor, si parece una santa...' y después le preguntaron: ¿Tiene una máquina su hija?'. Mi suegra les condujo entonces a mi máquina de coser dónde estaba cosiendo un pantalón para ganarme la vida. Al ver que no era nada le llamaron ¡bruja! ¡hechicera!' y de todo. Cuando volví a casa me lo contó llorando, solté las bolsas y me fui a ver a Yagüe (Saturnino Yagüe era el comisario jefe de la Brigada Política Social). Allí le dije: Esto no se lo perdono. ¿Usted se cree que soy gilipollas o idiota? ¿Tengo a mi marido condenado a 20 años de prisión y voy a guardar una multicopista en mi casa?", relata golpeando la mesa camilla.

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